No hace mucho me reencontré, curioseando archivos antiguos, con uno de los relatos que escribí cuando, hace unos cuantos años ya (quizás diez o quince), quise probar a escribir alguna cosa y tenía tiempo para hacerlo. Después de darle unas cuantas vueltas me decidí a hacerlo público aquí. Esta es, más allá de algún otro texto que tengo por aquí publicado, la primera vez que muestro un escrito mío más o menos en serio. Es, por así decirlo, mi regalo de Navidad para vosotros. Espero que lo disfrutéis y me dejéis vuestras impresiones:
El motor del coche tose cuando la luz del semáforo se tiñe de verde y yo acelero. Le doy una calada a mi cigarro y me viene a la cabeza la cara del idiota que me acaba de rechazar. Esta vez por lo menos se han molestado en buscar una excusa, lo normal es que me digan que no tienen nada para un payaso retirado o que se rían al verlo en mi curriculum. Decidido, lo voy a eliminar de él.
La siguiente vez que me detengo en un semáforo veo mi reflejo en el escaparate de una tienda –calvo de mierda–. Lanzo la colilla de mi cigarro contra mi otro yo y arranco.
Aparco a tres calles de mi casa y, como si tuviera un radar, ahí está ese mocoso esperándome. El maldito crío me vio una vez por la tele, en una reposición o algo, y le hice gracia, desde que me conoció no deja de seguirme. En otra época no me importaba, me gustaban esas sonrisas en las caras de los niños, pero ahora solo me queda ese repelente crio de medio metro, con su pelo rubio y sus mocos colgando, recordándome que una vez fui alguien. Se acerca son su chaqueta desgastada y sus pantalones carcomidos para decirme que ha encontrado un video mío en internet. Le digo que no me importa sin dejar de andar, pero el niño me sigue. Es imposible ser tan pesado siendo tan pequeño. Le mando a la mierda y acelero el paso, pero él, con sus pequeñas piernas, consigue seguirme el ritmo. Todos los días tengo que aguantarlo, todos los días tengo que recordar que durante un momento fui una pequeña estrella. Que le gustaba a la gente. ¿Dónde están ahora esos hipócritas?
El chico esquiva la puerta del portal cuando se la cierro en las narices y consigue colarse dentro. Le digo que se largue, pero no me escucha ni, por supuesto, para de hablar.
–Y hay un video en el que sales haciendo muñecos con globos. Podías hacerme uno. Una vez vi a un payaso que lo hacía, pero me gusta más como los haces tú. Hay un video en internet que…
Cierro la puerta de casa de un portazo y el niño se calla, por fin. Espero haberle dado en las narices. Pero incluso desde dentro no puedo evitar oírle gritar a través de la madera que nos separa.
–Hasta mañana.
Como me irrita…
Cojo un vaso de la cocina y abro el congelador. Me encanta el sonido de los hielos chocando contra el vidrio, el único sonido que me gusta más es el que hacen cuando el whisky los baña y ellos crujen con su calor. Atravieso el salón con mi copa en una mano y la botella de licor en la otra. Doy una patada a un par de cartones de vino que hay en el suelo y hago un hueco en la mesita que hay junto al sillón. Una botella choca contra el suelo, pero no se rompe. No importa, está vacía. Me dejo caer sobre la butaca, saboreo un largo trago de mi vaso y saco un trozo de caja de pizza de debajo de mi culo. Enciendo la tele y Kevin Spacey interpreta a un cojo al que interroga la policía.
Me acabo la botella, Kayser Söze se aleja en un coche y yo salgo de casa camino del bar. Cuando acostumbras a beber solo te das cuenta de algunas costumbres que tienen todos los borrachos. Si alguien entra en un bar y, aun estando vacío, se sienta junto al grifo de cerveza, es por algo. Y como no, allí es donde me siento cuando cruzo el umbral que separa la calle de la barra.
El camarero me pone una cerveza delante y yo arrastro el periódico junto a mí. Busco la sección de empleos, y vuelvo a leer los mismos anuncios que veo todos los días. Todos han preferido seguir buscando a alguien antes que contratar a un viejo payaso.
La puerta del bar golpea contra la pared y me giro para ver quién entra. Un grupo de chicas, de unos veinte años, entran cotilleando entre ellas. No dejo de mirarlas y ellas comienzan a mirarme y susurrar cosas. Les saludo con un movimiento de cabeza y ellas se ríen mientras se van. Irse porque las haya saludado me parece algo exagerado. Acabo mi cerveza y salgo del local tambaleándome un poco más que cuando entré.
Me enciendo un cigarro sujetándome a la puerta para mantener el equilibrio y, cuando levanto la vista, zas, allí está otra vez, el maldito crío. Mientras se me acerca rememoro todas las veces que me ha recordado lo orgulloso que estuve de mí en otra época. Todos los recuerdos que me ha devuelto. Le mando a la mierda y pongo rumbo a casa. Estoy bastante borracho y a mitad de camino me tengo que sujetar a una farola para no caer. El chico, a unos metros de mí, sale corriendo de no sé donde para ayudarme, pero yo me aparto de un empujón y le grito que me deje en paz y se vaya a casa.
Tumbado en mi cama, no consigo dormir, me veo a mí mismo en la pista del circo, rodeado de niños que sonríen a sus padres y tiran de sus mangas para que me miren. Para que se sientan niños un poco más. Los focos me ciegan, pero no necesito ver, conozco mi número a la perfección. Noto sus miradas clavadas en mí cuando el jefe de pista aparece por mi espalda y todos gritan para avisarme, yo hago como que no los entiendo y le esquivo acercándome al público para preguntarles lo que pasa. Cuando vuelve a estar muy cerca de mí le esquivo con un giro y todos los niños se ríen. Os aseguro que no existe en el mundo una sensación así. Es realmente indescriptible, completamente inefable. Auténtica magia.
En mi cabeza me doy la vuelta y me choco, nariz con nariz, con el jefe de pista, cayéndome al suelo y haciendo que el público me premie con un estruendoso aplauso. En mi cama, lejos de poder mantener la tristeza de mis alegres recuerdos, estoy solo, sin trabajo, casi sin dinero, y el único público que me queda es mi vecina, encerrada en su casa, gritándole a la tele mientras su enorme culo crece aún más. Aquí, ahora, estoy solo, con mi botella de whisky. Sólo soy un despojo al que nadie quiere cerca.
Por la mañana entro en tres establecimientos en busca de un trabajo, en los dos primeros me rechazan, del tercero me echan por estar borracho. ¿Qué sabrán ellos?
Vuelvo al bar, pero no llego a entrar. Sentado en un bordillo junto a la puerta está ese maldito niñato, y yo, hoy no estoy para soportar sus tonterías. Me doy la vuelta y compro un cartón de vino en la primera tienda que encuentro. Cuando salgo, me dirijo al parque, está cerca y es tranquilo, allí estaré bien.
Me siento en un banco, en la parte alta del parque, desde donde puedo ver alejarse la ciudad frente a mí. Entre trago y trago puedo ver cómo el cielo se tiñe de ese tono anaranjado mientras anochece. En realidad resulta hasta bonito. Las luces de la ciudad comienzan a encenderse, más o menos, al mismo ritmo que vacío mi cartón y poco a poco, me quedo dormido.
Algo roza mi pierna y me despierto sobresaltado. Tres niños me rodean, me miran con curiosidad mientras uno de ellos intentaba meter la mano en el bolsillo de mi pantalón. En cuanto me ven abrir los ojos salen corriendo. El valor dura lo que tardamos en entender lo que sucede, el resto es como lo afrontamos. Sin darme más tiempo a reaccionar, tropiezo al intentar levantarme y, tirado en el suelo, los veo huir a toda prisa. Si hubiera podido coger aunque fuera a uno, le habría enseñado modales…
Recojo el cartón de vino y lo vuelco, dejando que las últimas gotas caigan al suelo. Lo lanzo colina abajo y deambulo por el parque. Me gusta este sitio por la noche, se puede ver cualquier cosa.
Dejando atrás el banco camino en dirección al lago que se encuentra prácticamente en el centro del lugar, como si de un bonito oasis se tratara. A veces vengo de noche y me tumbo entre los matorrales a tomar algo, algunas incluso he podido ver a alguna pareja un poco borracha jugueteando junto al agua. Una vez, vi a una señora bañarse en él. Hoy lo miro apoyado en un árbol cercano. Veo la luna reflejada en él, y un par de estrellas que brillan junto a esta. Veo el lago como un gran espejo que brilla en la oscuridad y pienso en meterme, pero no. ¿Para qué? Es imposible que alguien pueda ahogarse ahí. Lanzo una piedra y me marcho mientras el desfigurado reflejo se recompone.
Se me está pasando el pedo y decido volver a casa, allí siempre hay algo esperándome. Cuando me faltan un par de manzanas para llegar, veo a una chica tratando de mantener el equilibrio. Dice que se llama Susan, o Susana, o algo así. Me da igual, no se aleja cuando me acerco a ella.
Le digo que la invito a una copa y acepta, así que nos dirigimos al bar. No veo rastro del chico y, cuando entramos el lugar, está prácticamente desierto. En verdad es un poco tarde. Me acerco a la barra a pedir y el camarero me dice que va a cerrar. Me cuesta casi cinco minutos convencerle de que nos sirva una y luego nos marcharemos. Los dos bebemos mientras hablamos y nos reímos, pero no sé de qué, no entiendo nada de lo que dice.
Me apoyo sobre la barra y le indico al camarero, señalando con mi dedo la copa vacía, que me ponga otra. Me dice que no, que es tarde y nos tenemos que ir. Le repito que me sirva una copa más y cuando vuelve a negarse me levanto de mi asiento lanzándolo al suelo, dispuesto a saltar sobre él. Pero no lo hago, Susan, o Susana, o como sea, me sujeta del brazo. Yo la miro y casi tengo que leer sus labios para entenderla cuando me dice que aquello es una mierda, que vayamos a su casa. Ni siquiera sonrío cuando lo oigo, me limito a enseñarle mi dedo al camarero mientras salimos de allí, agarrados el uno al otro, más para no caernos que otra cosa.
Resulta que ella también vive bastante cerca del bar.
En su casa, ella me trae una cerveza de la cocina y me dice que me siente, que va a ponerse algo más cómodo. Lo dice con ese tono que intenta emular a las películas baratas en las que lo ha oído. Me encanta cuando dicen cosas así. Cuando me acabo la cerveza ella aun no ha vuelto, así que me cuelo en la cocina, cojo otra cerveza del frigorífico y vuelvo al sofá a tiempo para verla entrar en el salón cubierta con una bata rosa. Parece que esta vez más cómodo sí que era más cómodo. Se sienta junto a mí y da un trago a su cerveza, yo hago lo mismo y coloco mi mano en su muslo. Poco a poco voy subiendo mi mano, acariciando su piel, ella no dice nada y yo sigo subiendo. Suzan, o como sea, da un trago a su cerveza justo cuando descubro que no lleva bragas. Acaricio su coño con mi dedo y le pregunto casi rozándole el oído, dónde le gusta más. Apenas he terminado la frase, ella se levanta enérgicamente y me dice que soy un cerdo. No tengo tiempo para ofenderme, me agarra de la camisa y me arrastra hasta su cama.
A la mañana siguiente, me despiertan unos golpes. No soy capaz de distinguir si muy fuertes o apenas audibles, sólo sé que en mi cabeza cada golpe parece un martillazo. Entreabro los ojos y me recuerdo donde estoy. A mi espalda, quien-quiera-que-sea se despierta mientras descubro que los golpes provienen de la puerta de la habitación y la oigo decir a quien esté llamando que pase. Me giro para ver quién es y, de repente, como solo podría pasar en una película, el tiempo se para. Casi puedo ver como se detiene el segundero del reloj que hay en la mesilla, puedo ver como la mosca que revolotea sobre nosotros se queda estática y, desde luego, puedo ver como ese maldito crío me mira desde la puerta de la habitación de su madre mientras el aire sale por mi garganta y digo:
-Mierda.
Si has llegado hasta aquí: gracias. Espero que lo hayas difrutado y no haya sido demasiado pesado. Por supuesto, te invito a dejarme un comentario compartiendo tus impresiones conmigo y, quién sabe, quizá vuelva a intentar escribir algo de nuevo.
Nos seguiremos leyendo.